“Cuando la justicia también es víctima”
Por: Benjamín Ustoa
La reciente noticia del hackeo a la Fiscalía General del Estado de San Luis Potosí debería cimbrar no solo a las instituciones de procuración de justicia, sino también a toda la sociedad. No es un ataque cualquiera: es la intrusión directa al corazón de miles de historias personales contenidas en más de 73 mil expedientes, ahora vulnerables, expuestos y potencialmente al servicio del crimen.
Los sistemas informáticos de una fiscalía no almacenan simple “papelería digital”. Guardan denuncias de violencia familiar, declaraciones de testigos protegidos, investigaciones contra el crimen organizado, datos personales de víctimas, acusados, menores de edad. Lo que fue hackeado no es solo información: es la intimidad procesal de miles de personas cuya seguridad depende —o dependía— de la confidencialidad institucional.
Y sin embargo, el marco legal mexicano contempla penas que rozan lo absurdo para crímenes de este tipo: de 3 meses a 12 años de prisión y multas que, en algunos casos, no superan los 30 mil pesos. Un castigo corto para un daño de consecuencias profundas.
¿Qué significa esto en términos reales? Que un atacante —desde otro estado, incluso— puede irrumpir en los servidores de una fiscalía, obtener información privilegiada, posiblemente venderla, extorsionar con ella o filtrarla en redes, y salir peor librado que quien roba una camioneta. Porque sí: el Código Penal Federal castiga con más severidad el robo de un vehículo que el robo masivo de datos judiciales.
En un país donde el miedo a denunciar ya es parte del panorama cotidiano, este tipo de fallas estructurales y normativas desincentivan la confianza en el Estado de derecho. ¿Cómo pedirle a una mujer que denuncie a su agresor si su nombre, domicilio y declaración pueden terminar en manos del mismo que la amenazó? ¿Qué garantías ofrece el sistema si ni siquiera puede proteger su propia base de datos?
La tragedia no está solo en el ataque, sino en la indiferencia legal que lo rodea. México necesita reformar con urgencia sus leyes sobre ciberseguridad, delitos informáticos y protección de datos personales en instituciones públicas. No basta con decir que se está investigando: es momento de prevenir con tecnología, castigar con proporcionalidad y proteger con seriedad.
El sistema de justicia, tantas veces señalado por ineficiencia o corrupción, hoy también es víctima. Pero si esa victimización no despierta una reacción institucional firme, entonces el mensaje para los delincuentes es claro: hackear al Estado sale barato.
Y eso, en una democracia, es una amenaza más peligrosa que el propio hacker.
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